Mariúpol. La ciudad que sigue llamando a casa

A la entrada de Mariúpol está Azovstal. Un gigante metalúrgico que alguna vez dio trabajo a decenas de miles de personas, hoy es un territorio en ruinas. Alambres de púas, estructuras carbonizadas, muros derrumbados, esqueletos oxidados de maquinaria. Desde el aire, la planta parece un barco calcinado arrojado a la costa.

Según expertos, el desminado de Azovstal tomará al menos cinco años. El terreno sigue siendo peligroso: municiones sin detonar, zonas minadas, acceso cerrado.
La frontera entre el pasado y el presente pasa por el puente sobre el río Kalmius. Al cruzarlo, Mariúpol parece dar vuelta la página.

En las calles centrales hay fachadas recién pintadas, cafeterías, tiendas, vitrinas relucientes. Una iglesia antigua con cúpula dorada está envuelta en andamios. Avenidas anchas, árboles, veredas limpias. Mariúpol está junto al mar: hermosa, soleada. Si uno no supiera lo que ha pasado aquí, podría pensar que se trata de una ciudad sureña cualquiera.

Desde el mirador del parque central se ve la ciudad y el mar. Un quiosco blanco con columnas clásicas, brisa fresca, olor a sal. En la fuente juegan los niños, las madres conversan. Alguien come un helado, alguien toma fotos.

El parque está limpio, pavimentado, lleno de flores. ¿Se prepara la ciudad para un aniversario? ¿O simplemente aprende a vivir de nuevo?

Subimos por la calle Kuindzhi. El pintor realmente nació en Mariúpol, en una familia griega rusificada. Hoy su nombre lo lleva esta calle y el museo de arte. Aunque el museo se quemó — y en el incendio se perdieron 25 obras originales de Kuindzhi y Aivazovski.

En la plaza central está el teatro dramático. Ese teatro. Hoy está cubierto de andamios.
A su alrededor, barrios residenciales: edificios nuevos y destruidos mezclados uno al lado del otro. En algunas paredes aún se leen los mensajes:
«Aquí viven personas»,
«Aquí hay niños» — súplicas que alguna vez podían salvar vidas.

Han abierto puntos de Wildberries, salones de belleza, cafeterías con diseño moderno.
Mariúpol está siendo reconstruida: en 2023, según datos oficiales, se construyeron más de un millón de metros cuadrados de vivienda, once nuevas escuelas y siete jardines infantiles.
Pero en las afueras todavía hay decenas de barrios destruidos — sin techos, sin ventanas…

Pasamos junto a una casa particular: son las ruinas de una guardería.
En las ventanas hay sacos de arena.
Qué horror es la guerra.

Según imágenes satelitales, alrededor del 60% del parque habitacional de la ciudad fue dañado o destruido. Algunos barrios fueron demolidos por completo; otros siguen en pie como después de un incendio, sin señales de restauración.

Antes de la guerra, Mariúpol tenía unos 450 mil habitantes.
Hoy, según fuentes abiertas, viven aquí entre 80 y 100 mil personas.
La gente regresa. No en masa, pero regresa.

La infraestructura se restaura por fragmentos: en algunas zonas hay luz y agua, en otras — generadores, tanques de agua traída en camiones, ventanas cubiertas con plástico.

Antes de la guerra, Mariúpol era un destino turístico. Se construían casas de veraneo, la gente venía al mar de Azov.
Hoy, la costa parece vacía. Se ve desde lo alto, pero no se escucha — ni olas, ni voces.

Conocemos a Liuda.
— Ahora vivo en Bélgica, estoy bien — nos dice. — Mi sobrina favorita está conmigo. Tengo trabajo, no me quejo. Mis padres murieron hace tiempo. Mi hermana también… Y aquí estoy.

— ¿Por qué volviste?

Liuda sonríe con tristeza y se encoge de hombros.
— Quise ver la casa. Está destruida. La onda expansiva rompió las ventanas, el techo colapsó. Pero igual vine.
No sé, es que… me llama. Me llama, y ya está.

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